El antiguo vendedor agonizaba, sin tiempo apenas para
exonerarse ante mí. La muerte al parecer le había dado una tregua, según los
médicos debió morir desde hacía días. Una escena se le veía congelada en su
mente. Tal pareciera que aquel joven era abatido en ese mismo instante. El
ruido de los proyectiles aún zumbaba en sus oídos, podía escucharlo a través de
sus pupilas lánguidas, casi muerta, diría. Nunca ocultó su miedo ni su
incomprensión ante aquellas balas. Contó mientras pudo sobre el silbido de la
bala, que derribó al joven combatiente, y jamás olvidó las ofensas y el
forcejeo cuerpo a cuerpo que antecedieron a la muerte.
Pasé trabajo para que alguien pudiera dar fe de lo
acontecido, a pesar de que el nombre de José Ramón anda mezclado en la vida que
transito.
Solo sé que es un mártir, desconozco su historia, fue
la primera respuesta que obtuve en una dependencia estatal que llevaba su
nombre. Durante días anduve indagando por las bibliotecas, y poco pude lograr,
a pesar de la colaboración de sus trabajadores. No existía documentación ni
libros que mencionaran el nombre del muchacho que había muerto ese día. En la Unión de Historiadores de
Cuba nada tenían al respecto. Pensé que fue un hombre irrelevante y que el
miedo que provocó su muerte al vendedor fue exagerado. Pero... ¿y la historia
oída tantas veces? ¿Y el miedo en el rostro del vendedor y su angustia al
contar lo sucedido? Tenía la versión del hecho bien concebida:
Dos jóvenes se bajaron de una ruta 28 en la parada
frente al Jalisco Park. Dejaron la calle 23 y siguieron por 18.
–Toma el arma –dijo José Ramón, al sospechar que el
hombre frente al bar de Miguel era un policía vestido de civil; el arma iba
oculta en la cintura, trató de pasársela a su colega.
–Quédate con ella... a ti es al que buscan –insistió
el compañero titubeando. Hubo un segundo de discordia, hasta que con gran
tensión José Ramón pudo colocar el cuarenta y cinco en la cintura de su
acompañante.
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