–Yo solo soy un vendedor de frutas, se
lo juro –suplicó llorando, mientras José Ramón era arrastrado herido a la
perseguidora. En ese momento lo creyeron muerto.
–Deja ese hombre, es gente buena –dijo
uno de los policías, presto a subir al carro patrullero, sin dejar de ajustarse
el uniforme.
–¿Este no es el que andaba con el otro?
–insistió el guardia vestido de civil. El vendedor seguía suplicando su
inocencia.
–Vamos, monta y deja a ese hombre que es
gente nuestra –reiteró el uniformado que era el jefe del carro. El vendedor fue
liberado y la perseguidora salió a toda prisa, mientras se escuchaba un disparo
dentro de ella.
El antiguo vendedor agonizaba, sin
tiempo apenas para exonerarse ante mí. La muerte al parecer le había dado una
tregua, según los médicos debió morir desde hacía días. Una escena se le veía
congelada en su mente. Tal pareciera que aquel joven era abatido en ese mismo
instante. El ruido de los proyectiles aún zumbaba en sus oídos, podía escucharlo
a través de sus pupilas lánguidas, casi muerta, diría. Nunca ocultó su miedo ni
su incomprensión ante aquellas balas. Contó mientras pudo sobre el silbido de
la bala, que derribó al joven combatiente, y jamás olvidó las ofensas y el
forcejeo cuerpo a cuerpo que antecedieron a la muerte.
Pasé trabajo para que alguien pudiera
dar fe de lo acontecido, a pesar de que el nombre de José Ramón anda mezclado
en la vida que transito.
Solo sé que es un mártir, desconozco su
historia, fue la primera respuesta que obtuve en una dependencia estatal que
llevaba su nombre. Durante días anduve indagando por las bibliotecas, y poco
pude lograr, a pesar de la colaboración de sus trabajadores. No existía
documentación ni libros que mencionaran el nombre del muchacho que había muerto
ese día. En la Unión
de Historiadores de Cuba nada tenían al respecto. Pensé que fue un hombre
irrelevante y que el miedo que provocó su muerte al vendedor fue exagerado.
Pero... ¿y la historia oída tantas veces? ¿Y el miedo en el rostro del vendedor
y su angustia al contar lo sucedido? Tenía la versión del hecho bien concebida:
Dos jóvenes se bajaron de una ruta 28 en
la parada frente al Jalisco Park. Dejaron la calle 23 y siguieron por 18.
–Toma el arma –dijo José Ramón, al
sospechar que el hombre frente al bar de Miguel era un policía vestido de
civil; el arma iba oculta en la cintura, trató de pasársela a su colega.
–Quédate con ella... a ti es al que
buscan –insistió el compañero titubeando. Hubo un segundo de discordia, hasta
que con gran tensión José Ramón pudo colocar el cuarenta y cinco en la cintura
de su acompañante.
–No cojas por ahí –advirtió el
amigo, receloso de que hubieran montado una celada en la intersección.
El agente hablaba al oído de una persona
que obsequiándole frutas de una carretilla respondía sigiloso y trémulo,
manteniéndose inmóvil sobre el portal del bar de Miguel. Era un vendedor
ambulante que, súbitamente, había suspendido sus pregones mañaneros.
–A ese me le escapo en su nariz, o, lo
estrello contra el piso. El arma es tuya, te ordeno alejarte de mí… de ese me
encargo yo –contestó José Ramón.
Así se hizo, el compañero tomó el arma y
cambió de rumbo, él se dispuso a atravesar el punto neurálgico.
La versión del suceso, contada tantas
veces por el vendedor, me había llevado a tener mi propia apreciación del
hecho. La historia desconocida del mártir era cautivadora. Muchas veces me
reproché estar ocupado en alguien que no resolvería el cúmulo de problemas que
afectan mi vida cotidiana.
¿Cómo habría escapado su compañero de la muerte? Puedes continuar leyendo en la próxima entrada de este blog, te esperamos,
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