domingo, 1 de abril de 2012

Preámbulo para un suicida


Me busqué en esa maldita lista, pero mi nombre no apareció. Al salir del teatro tenía la cabeza a punto de estallar; en la garganta se atoraba un nudo. No sabía cómo enfrentar la situación en la casa. A mi esposa le había negado, muchas veces, mi atención en aras del trabajo, poniéndola incluso a soñar con las divisas que ganaría al ser reabierta la fábrica, daba por seguro mi permanecía en el centro laboral.
–¿No estás ahí? –dijo Amable, un compañero que también se buscaba, y al contestarle negativamente sugirió que revisara en las listas puestas frente a la Administración–. En aquellas debes de estar –aseguró.


Crucé la calle con actitud suicida al finalizar la jugarreta montada tras la bambalina del teatro, del otro lado alguien esperaba.
–¿Estás loco? ¿O te quieres morir? –dijo Mario, un antiguo amigo de clases.
–Loco no estoy –respondí bien molesto.
–No permitiré que cometas una locura, menos ahora que vamos a ser yuntas. Te invito a tomar unos tragos, sé que no eres bebedor, pero hoy la ocasión lo amerita, vamos a ser compañeros en la pincha –aseguró Mario. 
Me dirigí al lugar indicado por Amable y desesperado busqué en los listados frente a la administración. Mi nombre no apareció, esto me llevó a entrar a la oficina donde fui recibido por el administrador que esbozaba una sonrisa y fumaba un gran Habano.


–Ven, mi yunta, te invito a tomar unos tragos, sé que no eres bebedor, pero hoy la ocasión lo amerita, vamos a ser compañeros en la pincha, aseguró.
No entendía las palabras de Mario, mi infortunio lo mantenía en absoluto secreto, y ser su compañero era estar en la calle metido en negocios turbios con dinero siempre en los bolsillos, cosa que no se ceñía a mi vida austera y laboriosa. Por un momento pensé que era un reclutamiento para alguna de sus sinvergüencerías. No abrí la boca, me encontraba atormentado, lo sucedido detrás de las bambalinas del teatro, me tenía con desgano. Acto seguido Mario me tomó por un brazo arrastrándome a un bar cercano.


–¿Qué se le ofrece, compañero? –dijo el administrador en tono muy pausado pese a mi forma brusca de entrar.
–Vine a que me explique el porqué quedé fuera de todas esas listas.
El administrador absorbió una bocanada del oloroso tabaco, convidándome a sentar, su serenidad hizo que lo obedeciera sin decir una palabra.
–Trae dos laguer bien fríos –pidió mi amigo al cantinero. Nos sentamos y me acodé en la barra para sostener la cabeza.
–Cerveza no, si voy a tomar quiero algo que me raspe la vida.
–¡Oh, qué bien!, mejor así, yo también soy bebedor fuerte... pon dos vasos con vodka y una naranjada –volvió a ordenar Mario.
Con los dos vasos llenos de vodka mi amigo propuso un brindis.
–¿Brindis?... ¿Por qué?
–Porque vamos a ser yuntas en la pincha, yo te enseño a meter cabeza y tú me alumbrarás dentro de la fábrica, llevas un montón de años dentro del monstruo.
Aunque estaba claro lo que decía Mario, seguía sin entenderlo, no tenían lógicas sus palabras. Lo observé con detenimiento antes de emitir criterio alguno, él permanecía bebiendo y concentrado en su vaso de vodka pintado de naranjada, yo el mío ni lo tocaba. Se divertía con su vaso y mi recelo, al tiempo que esperaba mis palabras.


–Mire, compañero, nosotros solos no hicimos la selección, estuvieron presentes todos los factores del centro, incluyendo el socio extranjero y la comisión fue presidida por el sindicato, quien dio el visto bueno –aclaró el futuro gerente.
–¿Cómo el sindicato va a dar el visto bueno a mi despido? Si yo estoy lleno de méritos, era hasta Vanguardia provincial. ¡Coño!, estúpido que fui. ¿Con qué cara digo en casa que quedé fuera de la fábrica?
El futuro Gerente solo me observaba fumando el gran Habano, no hizo el más mínimo de los gestos, atendía como si calculara una respuesta.


–Oye, compadre, ¿cómo si la fábrica está cerrada y no se sabe cuando vuelve a abrir, ni quienes se quedarán trabajando en ella, vas a venir con tanta seguridad a decirme que seremos compañero de trabajo?
–Voy a entrar por uno de los cursos que pusieron a convocatoria –contestó Mario.


–No se ponga así, compañero… –dijo el administrador–, el Estado no deja desamparado a nadie. ¿Usted se buscó en el listado que está en el pasillo?
–Sí, es por eso que estoy aquí.
El administrador hizo una mueca de asombro.
–Entonces le otorgaron un curso que no le gustó, ¿es eso?
–No, creo que he sido bien claro, ¡no aparezco ni en los centros espirituales!
–¡Tiene que existir un error! El consenso sobre usted era insuperable.
–Esa es mi esperanza, que exista algún error.


Lo miré sorprendido, él se mostró risueño con su vista clavada en mí, ya nos veíamos, nuestras pupilas se habían adaptado a la penumbra del bar. Recordaba el pasado, la época en que estudiábamos, realmente Mario cursaba dos cursos por encima del mío.
–Es imposible que puedas entrar a la fábrica por uno de esos cursos –le dije.
Después hice algunos análisis. La convocatoria de los cursos no es muy específica, no aclara la procedencia de los aspirantes, pero está bien definido, como un requisito inviolable e indispensable, el límite de edad.
–Dame una razón que me imposibilite entrar en uno de ellos –respondió desafiante Mario interrumpiendo mi meditación.


El administrador se levantó de su butacón, salió en dirección al lugar donde estaban colgadas las listas, las husmeó por un rato hasta que decidió regresar.
–Dígame, ¿Qué edad tiene usted?
–Treinta y cinco.
–¿Cumplido o por cumplir?
–Hace tres meses que los cumplí.
–Esto me dice que cuando se reunió la comisión ya había cumplido los treinta y cinco años –el futuro Gerente hizo un brusco movimiento de cejas.
–¿Qué tiene que ver mi cumpleaños con quedar fuera; sin trabajo?
–Usted no ha quedado sin trabajo, mejor diríamos, que está por reubicar, además tiene derecho a reclamar ante su sindicato. Le pregunté su edad para ganar en claridad y poder explicarle su situación –dijo el administrador comunicándome que los cursos eran para menores de treinta y cinco años.


–Compadre, no sea porfiado, ¿tú no leíste la convocatoria? –dije a Mario quien confesó que a través de otro amigo conoció de la convocatoria, que nunca leyó y el mismo amigo hizo la solicitud entregándola a su nombre.
–¡Tu amigo no te habló claro!... ¡Existe un límite de edad para entrar en esos cursos y tú estás bastante pasadito! –afirmé frente a Mario quien siguió bebiendo feliz, risueño; muy seguro de entrar al curso. Ya iba por el tercer vaso de vodka, el mío se mantenía intacto, pero el tipo me simpatizaba y llegué a solidarizarme y hasta creí comprender su actitud panglosiana. Éramos dos incautos de sueños truncados. Yo perdía mi trabajo, mis sueños de cobrar divisas. Él, su curso y su sueño de volver a ser mi compañero.


–¡Qué clase de mierda me han hecho! –grité en las oficinas, no podía creer lo que sucedía, apenas por treinta días de vida perdía la permanencia laboral.
En ese mismo momento hice la primera reclamación, teniendo cuidado que nadie se enterara en la casa, estaba seguro de que mi reclamo era irrebatible. Las listas se marchitaban en los murales, casi a diario iba a revisarlas con la esperanza de que mi nombre apareciera en una de ellas, hasta que recibí una citación para el teatro de la fábrica. Ese día fui dispuesto a defender mis derechos frente a los de la comisión, y ante un representante sindical salido de no sé dónde.

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