jueves, 5 de abril de 2012

La Aurika (3ra parte), cuento que aparece en el libro “Preámbulo para un suicida”

La Aurika, 3era parte
 
–Que se acerquen los representantes de cada una de las partes –ordenó el Juez.
Un señor de cuello y corbata, con un elegante portafolio de piel de serpiente, se acercó a la mesa y dijo algo, después señaló para las señoras. El juez al ver que faltaba nuestro representante, preguntó:
–¿Y el abogado de ustedes?
–Yo no sabía que había que traer abogado, solo vine a buscar mi lavadora.
Todos en la sala rieron. Yo estaba convencido que un tipo como yo, trabajador de toda una vida, se le sobresaldrían los méritos por encima de la ropa, llegado el momento. El juez golpeó la mesa con un mazo de madera y sonrió para decir:
–Usted está aquí para litigar una lavadora, no para llevársela –incriminé a mi esposa con la mirada: ¡Comemierda, debiste estudiar derecho y no magisterio!, le dije en silencio. Ella pareció escucharme, bajó la cabeza.
–Quién se va a llevar esa lavadora lo determino yo, en dependencia de las pruebas que obren a favor o en contra de cada una de las partes –aclaró el letrado.
Mi esposa levantó el rostro con evidente ira. Imaginé su réplica: ¡Comemierda serás tú! La niña estaba en el medio. Era como un muro de contención. Sin ella nos hubiéramos ido a las manos. Dime, ¿qué te dieron tus diplomitas de cumplidor de la Emulación Socialista y tu condición de Vanguardia?... estúpido, estúpido. Gritaba, estaba seguro de que lo pensaba. El Juez no dejaba de cuestionarnos–. Debió haber ido a un bufete de abogados y solicitar los servicios de un civilista...–de esta pierdo a mi esposa. ¿Qué mujer quisiera estar con un fracasado? con un tipo que se deja timar con tanta felicidad. Ninguna, pensé. ¡No seré el primero, ni el último! Muchos estuvimos comiendo mierda por años. Sentí un fuerte nudo en la garganta al verme separado de mi hija. ¡Coño, tengo que reconocer que las quiero!– Si decidió defenderse usted mismo, vamos a ver como sale de aquí –indicó el Juez.
Así empezaba el caso de la lavadora Aurika. El juez oyó todas las partes implicadas. Las mulatas no abrieron la boca; el abogado habló por ellas. Mencionó un millón de por cuantos y artículos mientras demostraba la intachable conducta de sus defendidas. Se apoyaba con un montón de papeles. Nosotros solamente llevábamos el carné de identidad. Mi esposa debió pensar así. No me conocía tan bien como se imaginaba. Se llevaría un fiasco. No sabía de mi carta escondida. Era una sorpresa. Solo esperaba el momento preciso para sacarla y así desacreditaría a las dos estafadoras. Sería mi triunfo, el que me haría recuperar su confianza. Volvería a sentir orgullo de tener un marido intachable, un hombre inteligente y trabajador. No un estúpido, como el que estaba mirando. Se le notaba en el rostro, en aquella mirada fija que me entraban por el medio del pecho. Viví en un eterno reproche por haberlas abandonado en casa, domingo tras domingo. Me iba a la fábrica a hacer trabajos voluntarios. Cumplía con los días de la defensa y con cuánta mierda inventaran. ¡La niña quiere salir a un parque con su papá, ir al cine, vernos juntos! Pedía constantemente. Pero lo hecho, hecho está, y el tiempo no regresa, no vuelve atrás. Ahora estaba en condiciones, según había calculado, de reivindicarme frente a ella y mi hija. Volvería a ser el mismo de antes. El que se batía a capa y espada en aquellas reuniones sindicales en defensa de los méritos que quisieron escamotearme, en ocasiones, ciertas pandillas laborales. Así me hacía sentir la carta que escondía. Era algo que certificaría mi pasado luminoso. Estaba cerca el momento de gritar: ¡aquí esta tu Vanguardia! El que se ganó el televisor soviético, el aire acondicionado soviético, el refrigerador soviético, la batidora soviética, la lavadora soviética, el que te hizo aprender hablar como los soviéticos y que te llevó a pasear al país de los sóviet. Pensaba en toda la gloria proletaria que habíamos vivido hasta que el juez preguntó:
–¿En qué usted trabaja, ciudadano?
La pregunta me puso a temblar. Por ese camino mi plan se vendría abajo. Hacía seis meses no trabajaba. Había quedado desempleado. No, esa no es la palabra correcta. Se dice: disponible. Quedé disponible debido a un cambio de tecnología. Soviética por canadiense. Fui excluido de la recalificación por haberme sobrepasado de la edad límite. Treinta y cinco años y un día. Por veinticuatro horas había quedado obsoleto junto a la antigua tecnología. Y por mucho que reclamé y busqué el apoyo sindical, terminé en una fábrica donde ganaba solo un tercio del anterior salario. Trabajé varias quincenas de ayudante. Cargaba insumos para una pila de negros analfabetos, llenos de collares de santerías, cadenas y dientes de oro, que más que trabajar lo que hacían era robarse lo que producían. Trabajé en un hervidero de alcohol, droga, polvos y cuchillos.
El juez estaba impaciente por la respuesta. Yo titubeaba para darla. Sabía que quedaría a la par de cualquier antisocial. No aceptaría mi historia. En un juicio hay que ser concreto, por primera vez sentí que perdería mi vieja lavadora.
–No estoy trabajando.
–¿De qué usted vive, ciudadano… quién mantiene su familia?
–Mi esposa es la que trabaja, yo me ocupo de las cosas de la casa.
–¡Ah! La lavadora es para que usted no se le lastime sus manitas.
Todos se rieron. El juez me ridiculizaba ante todos.  Parecía estar con un chicle en la boca. Las mandíbulas no dejaban de moverse.
–La lavadora es para que esté con su dueño, y usted está para impartir justicia, no para burlarse de mí –respondí.
–Aquí se hace y se dice lo que yo disponga.
Armamos un careo, del que salí mal parado. Me impuso una multa de doscientos pesos por desacato. En ese momento estuve convencido que no lograría sacar mi carta escondida.
–El que tenga la propiedad del equipo que la presente –dijo el Juez.

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